Manuel Pimentel
- La Taberna de los Sabios
Somos dolmen
Manuel Pimentel
01/11/2017 12:34
Somos dolmen. Puede que le asombre, pero nuestra
Andalucía es la tierra de los dólmenes; habitamos un primigenio y ancestral
territorio megalítico, tan importante como desconocido.
Repito, somos dolmen. En ninguna otra región
existen tantos, ni tan soberbios ni hermosos, como los nuestros. Y nosotros,
sin enterarnos. Pensamos que los dólmenes reinan sobre paisajes celtas,
brumosos y nórdicos, sin percatarnos que quizás nacieran bajo nuestro sol y
desde aquí conquistaran los verdes paisajes bretones. Vivimos juntos a ellos y
no los vemos; descendemos de sus constructores y lo ignoramos casi todo sobre
nuestros ancestros. Sin embargo, desde hace siete mil años - los más antiguos
-, cuatro mil - los más modernos -, estuvieron siempre ahí, poderosos y
pacientes, esperando un reconocimiento que sólo hoy empiezan a percibir. Porque
comenzamos a rescatar a los dólmenes del injusto olvido al que los sometimos
durante miles de años. Arqueólogos que los investigan, divulgadores y
novelistas que los damos a conocer, visitantes que se asombran en sus
penumbras, regresamos todos seducidos por su arcano y misterio.
Somos dolmen. Las grandes piedras de la
prehistoria jalonan toda nuestra geografía. Y como muestra, un botón: Menga,
Patrimonio de la Humanidad, que se encuentra en Málaga, en Antikaria – ciudad
de los antiguos – hoy Antequera; La Pastora, en Valencina de la Concepción, en
Sevilla, el gran desconocido; El viejísimo Alberite, en Villamartín, puerta de
la serranía gaditana; El dolmen de Soto, en Trigueros, Huelva, con sus
guerreros grabados y dibujados en sus piedras; Los Millares, en Almería, la
sorprendente ciudad calcolítica de Santa Fe de Mondújar; La necrópolis de las
Peñas de los Gitanos, en Montefrío, Granada, con sus más de cien dólmenes
silentes; Las necrópolis megalíticas de Gorafe, en Granada, suspendidas sobre
el espectacular barranco del río Gor; El dolmen de la Sierrezuela, en posadas,
Córdoba, recientemente abierto al público o los misteriosos dólmenes del
Círculo de Piedra del Collado de los Bastianes, en Jaén. Y podríamos
enriquecerlos con nuestras tierras vecinas, como el de Lácara en Badajoz, los
de Alcanar en el Algarve o los de Évora en el Alentejo. Grandes catedrales de
la prehistoria que nos anclan a la naturaleza que nos sustenta.
El dolmen – mesa de piedra, en el antiguo bretón
– más allá de su colosal arquitectura, posee una fuerza inmanente que percibe
quien lo visita. Enclavado en lugares de fuerza, fueron utilizados con
frecuencia por construcciones posteriores, como iglesias o palacios, herederos
de su prestigio y poder. En el sur de Portugal podemos visitar las
Antas-Capelas, los dólmenes reconvertidos en ermitas, aunque el caso más
espectacular de asunción del espíritu del dolmen lo encontramos en la iglesia
de Santa Cruz, en Cangas de Onís, que fue construida por Fávila, hijo de
Pelayo, sobre el dolmen principal de los asturcones, hoy perfectamente visible.
La Hacienda de Ontiveros, en Valencina, alberga un gran dolmen bajo sus
cimientos. Somos dolmen e, inconscientemente, bajo su fascinación evocadora
permanecemos.
En nuestro siglo digital regresamos al dolmen,
vórtice energético de las fuerzas naturales. Por eso, crecen – para sorpresa de
muchos – los ritos que en los solsticios se celebran ante el dolmen. Ritos de
vida y fertilidad, ritos telúricos y ancestrales, que nos retrotraen a nuestra
prehistoria. Fuimos dolmen y, miles de años después, dolmen somos. Porque así
de caprichosa es nuestra historia; porque así de misteriosas y fascinantes son
tanto la literatura que escribimos como la vida que creemos vivir,
entremezcladas íntimamente bajo los cielos y las grandes piedras de nuestra
Andalucía ancestral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario