Itálica famosa o Aljarafe famoso
Protección. Sería una solución al desamparo de las construcciones neolíticas del entorno
16 jun 2017 / 23:00 h
Aunque no se sepan muy bien los pormenores sobre
cómo y por dónde comenzó todo, los fenicios, padres de los cartagineses, se
paseaban por aquí cuando esto era Tartessos. Y aunque no sepamos aun qué era,
en realidad, Tartessos, sabemos dos cosas: que en Tartessos se usaba el oro
para fabricar objetos de culto y de distinción, que, además, se exportaba, y
que aquello prestó mucha mercancía a algo fundamental en la antigüedad, el
mito.
El mito llegó a la Biblia y a Platón hasta seguir
con Avieno y otros autores para hablarnos de la Atlántida, de Gárgoris y Habis,
de Gerión y sus toros, de Hércules y sus trabajos –que también pudiéramos
llamar robos– dejando a aquel sin ganadería y a sus huertos sin manzanas de
oro, las espherides que servirían para dar nombre a Hesperia (España) y a la
Sepharad de los judíos.
En un lugar de ese territorio mítico cuyas señas
se perdieron en los callejones del tiempo dejó Publio Escipión a sus veteranos.
Itálica, asentada en medio de una comarca tartésica, fue la primera «Pequeña
Italia» del mundo. Corría el año que nosotros llamamos 206 antes de Cristo;
bajo el Santiponce actual sigue estando el núcleo de la Itálica original y,
seguramente, tras él podrían encontrarse los de su antecesora. Tuvo que ser un
núcleo importante porque los romanos, desde los inicios de la contienda habían
conseguido la benevolencia de los pobladores del sur de Iberia y, por eso el
lugar aumentó pronto su preeminencia no sólo sobre cuantos lo rodeaban, sino en
la misma Roma a la que comenzarían a llegar a través de Itálica las riquezas
que antes tomaban el camino de la costa tangerina para acabar en Cartago, a
pocos kilómetros de la actual ciudad de Túnez.
Todo ello sería también el principio del
asentamiento a orillas del Ribera de Huelva –próximo ya a su desembocadura en
el río Betis– de familias poderosas que comenzaron a tener cada vez más peso en
el Senado de la República Romana, una densidad que, como todo el mundo sabe,
llevaría esos representantes fueran conocidos como «el Grupo Betico» y que su
influencia llevara, cuando un siglo después naciera el Imperio, a tres
italicenses hasta su trono. Trajano, Adriano y Teodosio tuvieron su patria en
los gastados cerros del Aljarafe y, particularmente, el segundo levantó en ella
una parte importante de la obra pública a la que dedicó su reinado en Europa,
Asia y África. La Itálica Adrianea es, maoritariamente, la que todavía hoy, a
pesar del vandalismo oficial y oficioso de siglos pasados, podemos admirar.
La línea –nefasta– de resaltar el pasado que
prevaleció en España desde que la antigüedad comenzó a ser puesta en valor por
las naciones modernas, se ocupó tan sólo de conservar aquello que se
consideraba «monumental». Siguiéndola materialmente en las ciudades, la piqueta
entró sin piedad en barrios para indultar únicamente una iglesia o un palacio
y, en Itálica, los mismos instrumentos excavatorios se dedicaron a sacar columnas,
capiteles, estatuas, frisos... La primera protección del enclave (aunque ya,
antes, hubiera sido apadrinado por Carlos III) se la debemos a la
administración napoleónica pero un siglo más tarde aquello era una viña sin
vallar en la que vendimiaba mucha gente, desde Milton Archer Huntington a Regla
Manjón, cegados todos por el brillo de Trajano y Adriano y olvidándose de
cuanto existía en derredor. Por eso el Tesoro del Carambolo apareció por
casualidad lo mismo que los dólmenes de las cercanías que conocemos.
Pero lo cierto es que antes de Escipión el
Africano ya existía una Itálica que se llamaba con otro nombre y que, después
de desaparecido el Imperio, Itálica continuó existiendo y, al parecer, con la
fuerza suficiente como para ser sede episcopal. En el año 693 (sólo faltan
dieciocho para el mítico 711) un obispo italicense asistía al XVI Concilio de
Toledo.
Lo de los obispos suele mencionarse para dar
importancia a un enclave aunque raramente se saca de ahí la deducción de que
donde había un mitrado existía también una diócesis, o sea, unas comunidades de
la que era el pastor. Creo que no existe un estudio de ésta, en concreto, pero
sí noticias de familias que en la lenta arabización de Al Ándalus anduvieron
partidas entre dos religiones.
El ascenso de Hispalis-Isbilia fue arrinconando
la Itálica famosa (quizás también las mudanzas del Guadalquivir acabaron con el
puerto del Ribera de Huelva) y, como en lo del obispo, los historiadores
coinciden en que quedó abandonada en el siglo XII pero tampoco es del todo
verdad porque en cuanto las mesnadas de Fernando III se acercaron a Sevilla,
los monjes cistercienses que las dirigían ideológicamente fundaron allí el
monasterio de San Isidoro, el único cenobio de los frailes de San Bernardo en
toda la mitad sur de la península que, como todos ellos bajo el lema de Ora
et labora de la orden, organizaba el territorio con aires de reforma
agraria. Lo que dio de sí aquello forma parte de la Historia de Europa aunque
aquí sea bastante desconocido: allí, en medio de la persecución a los
protestantes, nació la traducción de la Biblia al castellano.
La
iniciativa de comenzar el proceso que llevaría a Itálica a ser declarada
Patrimonio de la Humanidad me parece loable pero corta. Está aquejada del
mismo mal que padecían aquellos destructores que sólo indultaban lo monumental.
De seguir con esa hipótesis, Itálica estaría en la cola de no sé cuantos
monumentos que han obtenido el mismo rango. En cambio, si lo que se promueve como perteneciente a todos es un
hábitat con más de 3.000 años de vida, no sólo se habría encontrado un nuevo
vector sino, también, una solución al desamparo del sistema de construcciones
neolíticas del entorno. La famosa no sería únicamente Itálica sino el Aljarafe.
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