De Tartessos hasta nosotros
Antonio Zoido
Cuando hace 50 años aparecieron las joyas del Carambolo, fue como cuando alguien se encuentra un billete de 500 euros por la calle: aquello era una casualidad y –a pesar de que algunos dólmenes de Valencina llevaran 100 años descubiertos– esa impresión generalizada continuó. La convicción de que el patrimonio lo formaban sólo edificios aislados incentivaba el derribo de los que en su entorno no tenían la categoría de “monumentales” y se aplicaba también a los objetos quebrando la posibilidad de una continuidad espacio-temporal de la cultura.
Según eso, aquí habrían ido dejando cosas tartesios, griegos, iberos, romanos, visigodos y árabes para que luego nosotros las recogiéramos, sin darnos cuenta de que ahí lo que quedaba en el aire era la pregunta de quienes éramos nosotros. Si se hubiera formulado, la respuesta habría sido que, naturalmente, éramos los descendientes, más que físicos, culturales de todos ellos y que entre los dólmenes, el tesoro, Itálica, San Isidoro, el palacio abadí de Alfarache, la Giralda, la Casa del Rey Moro, la de Pilatos y el barroco de los Figueroa iba una línea que, como una inscripción, lo proclamaba.
Esa línea, la que tienen los griegos o los italianos, es la que hubiera puesto las cosas en su sitio, la que hubiera hecho de motor para una cultura enraizada económicamente, la que colocaría el hotel o la tienda en un lado y los yacimientos en otro dándose de comer mutuamente. La que permitiría ver como la cosa más normal del mundo un Parque Arqueológico que comenzara en restos de cientos de años a. de C., pasara por la Itálica fundada por Escipión y terminara en el monasterio de Santiponce o La Cartuja. La que acabaría con el problema de tener que vender como regalo de otros nuestra Historia, dejando para nosotros sólo la gracia y el salero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario